domingo, 14 de octubre de 2012

WINSOR McCAY


WINSOR MCCAY (WINSOR McCAY)
Spring Lake (MICHIGAN, ESTADOS UNIDOS), 26-IX-1867 - † Sheepshead Bay (N.Y.) (ESTADOS UNIDOS), 26-VII-1934
HISTORIETISTA, ILUSTRADOR, Animador
Firmas: WINSOR MCCAY, SILAS
Autor en las series: Little Nemo in Slumberland / In the Land of Wonderful Dreams
Participante en las series: EL HOMBRE ENMASCARADO, Little Nemo in Slumberland / In the Land of Wonderful Dreams


McCay, en una foto del diario The Chronicle

Nacido en 1867 (aunque hay quienes afirman que en 1871), Winsor McCay fue uno de los historietistas más importantes de la historia, así como un pionero en la animación y en la comercialización de su obra a través de otros medios.

Trabajó tanto la viñeta satírica (political cartoon, desde 1903) como la historieta cómica, especializándose en el slapstick o comedia alocada, de lo que ya daba lecciones en su obra temprana Jungle Imps (1903) destinada a las páginas del diarioThe Enquirer. Entre 1903 y 1911, mudado a Nueva York, creó un buen montón de personajes y series, las tituladas: Dull Care, Poor Jake, The Man from Montclair, The Faithful Employee, Mr. Bosh, A Pilgrim’s Progress, Midsummer Daydreams y It’s Nice to be Married, para las páginas del diario pujante entonces New York Herald, obras que supervisó el editor James Gordon Bennett.

En 1904 creó un singular personaje que rompía con los esquemas tradicionales de la historieta cómica, pues trascendía los márgenes de las viñetas en ocasiones: Little Sammy Sneeze (para el Herald en 1904), también creó la serie Hungry Henrietta en 1905, pero ese mismo año abordó otra creación mucho más ambiciosa. Fue el 15 de octubre de aquel año, cuando el más famoso niño de los cómics, con permiso de Carlitos, vio la luz: Little Nemo in Slumberland, que debutó en el Sunday Herald. Lo sorprendente es que el autor creó esta serie en paralelo a otra obra maestra, Dream of the Rarebit Fiend para un diario competidor, The Evening Telegram (por esta razón tuvo que firmar ésta como “Silas”, para evitar discordias).

Tanto Nemo como Rarebit eran obras de fantasía, pero la primera iba orientada hacia la evasión y el esparcimiento infantil y la segunda apuntaba directamente al corazón del horror. La historieta de Silas en la que el protagonista es enterrado vivo reproduce uno de los temores más extendidos a caballo de los siglos XIX y XX, por ejemplo. El uso de la "cámara subjetiva" no fue el único hallazgo de Silar / McCay: en las páginas de Rarebit y de Little Nemo se dieron cita gran cantidad de hallazgos narrativos (enfoque, secuenciación, planificación, montaje) y de puesta en página, que no fueron necesariamente pioneros en su momento pero sí muestrario de las posibilidades y el potencial de la historieta.

Edwin S. Porter, un pionero del cine, creó en 1906 un corto titulado The Dream of a Rarebit Fiend que adaptaba la obra homónima, y el propio McCay produciría más filmes animados entre 1916-17 basados en ella: Dream of a Rarebit Fiend, Dreams of the Rarebit Fiend: The Pet, Dreams of the Rarebit Fiend: The Flying House and Dreams of the Rarebit Fiend: Bug Vaudeville. Las creaciones en el ámbito de la animación de McCay no se ciñeron a este proyecto, desde que McCay firmó la serie Poor Jake en 1909 (para Evening Telegram) se dedicó más al vodevil y al cine. En 1907 participó en la adaptación teatralizada de su Little Nemo y, desde 1911, inspirado por los trabajos de J. Stuart Blackton y Emile Cohl, comenzó a hacer dibujos animados. Primero abordó un cortometraje con sus personajes principales en Little Nemo, justo en el momento en que cambiaba de casa por razones contractuales (se fue a las páginas de New York American, rebautizado como In the Land of Wonderful Dreams). Sus trabajos de animación siguieron por una línea entre la experimentación y el asombro, demostrando que era tan bueno dibujando como en las disciplinas didácticas. Sus dos obras más conocidas en el ámbito de la animación serían las de 1912, How a Mosquito Operates, y 1913, Gertie the Dinosaur. Pero lo mejor de su aportación al cine llegaría con el relato crudo del hundimiento del barcoLusitania, que él plasmó en animación en 1918 elaborando en solitario más de 25.000 dibujos. Otros filmes de McCay serían:The Centaurs, Gertie on Tour, Flip's Circus, Bug Vaudeville, The Pet, The Fliying House.

Sus últimas películas están datas en 1924. Este mismo año retornó a las páginas de Herald Tribune donde dio nueva vida aLittle Nemo in Slumberland. Desde entonces, continuó su actividad como historiertista, alternándola con la de ilustrador de prensa a partir de 1927, sin dejar de dibujar hasta su muerte en 1934.

Aunque sus páginas se conocieron en Europa desde principios de siglo (en Francia, desde 1904, en España, desde 1909), su obra sería olvidada a lo largo de las décadas siguientes a su fallecimiento y no sería recuperada para el reconocimiento general hasta finales de los sesenta. En su centenario se han hecho variadas ediciones lujosas que han recuperado su magisterio indiscutible.










ESA ES LA DIFERENCIA.


SHEREZADA



Sherezada miró al rey: dormía plácidamente entre almohadones. Intentó huir. Penetró a una de las alcobas, esperando encontrar la salida del Palacio: se miró multiplicada por los espejos.
De la Recámara de los Espejos apareció de pronto la imagen de un negro. Se multiplicó. Sherezada le habló:
—Oye, tú, esclavo, me urge salir de Palacio. Dime cuál es la puerta que debo cruzar...
El negro no respondió. Miró su figura también multiplicada. Sherezada insistió enérgica. Al no encontrar respuesta lo amenazó. De nada sirvió.
Entonces Sherezada fue a donde él e intentó sobornarlo. Le ofreció lo que él pidiera por el favor. Fue así que el esclavo en Sherezada derramó una mirada salaz. Ella comprendió y desnudó su cuerpo. Le acarició mimosa el pecho musculoso. Él, sorprendido por la actitud de Sherezada, la retiró con fuerza.
—¿Qué es lo que pides entonces, negro ingrato? —dijo ella.
Y él miró hacia los espejos con lujuria infinita: miró a cada una de las Sherezadas allí multiplicadas. Dijo:
—Todas tienen que formar mi harén: desde ahora: cada noche dormirá una conmigo...

Esta historia le contaba Sherezada al rey: pero él dormía plácidamente, soñando en reinos por conquistar, y en diamantes...

“Que las leyendas de los antiguos sean una lección para los modernos, a fin de que el hombre aprenda en los sucesos que ocurren a otros que no son él. Entonces respetará y comparará con atención las palabras de los pueblos pasados…. Por esto, ¡Gloria a quien guarda los relatos de los primeros como lección dedicada a los últimos!

EL CUENTO MIL Y DOS DE SHEREZADA
Edgar Alan Poe
La verdad es más extraña que la ficción.(Adagio antiguo)
En el curso de unas investigaciones orientales, tuve ocasión hace poco de consultar el
Dezizmeahorah Eshasionno
una obra que, como el Zohar de Simeon Jochaides, apenas es conocida incluso en Europa, y que nunca ha sido citada, que yo sepa, por un americano -si exceptuamos quizá al autor de las Curiosities of American Literature-; habiendo tenido ocasión,cómo digo, de hojear algunas páginas de la notabilísima obra mencionada, quedé no poco asombrado al descubrir que el mundo literario había estado hasta entonces completamente equivocado con respecto al destino de la hija del visir, Scherezada, tal como se describe en Las Mil y Una Noches y que el dé nouement ahí dado, si bien no del todo inexacto hasta donde llega,debe al menos censurarse por no haber ido mucho más lejos.Para la plena información de ese interesante tópico remito al lector inquisitivo al propio Eshasionnó, pero, mientras tanto, se me permitirá que dé un resumen de lo que descubrí en él. Se recordará que, en la versión habitual de esos cuentos, cierto monarca, teniendo razones para estar celoso de su esposa la reina, no sólo la condena a muerte, sino que hace una promesa -por su barba y por el profeta-de casarse cada noche con la más bella doncella de sus dominios y de entregarla a la mañana siguiente al verdugo. Habiendo cumplido a la letra ese voto durante varios años, con una puntualidad y un métodos religioso que le honraban grande-mente como hombre de devotos sentimientos y excelente juicio, fue interrumpido una tarde (sin duda, a la hora de sus oraciones) por la visita de su gran visir, a cuya hija, según parece, se le había ocurrido una idea.El nombre de ella es Scherezada y la idea consistía en que redimiría al país del despoblador impuesto a sus beldades o bien perecería en el intento como corresponde a toda heroína que se precie.En consecuencia, y aunque no vemos que se trate de un año bisiesto (lo que haría el sacrificio aun más meritorio) comisiona a su padre, el gran visir, para que ofrezca su mano al rey. Este la acepta ávidamente (pues había intentado tomarla de todos modos y sólo aplazaba el asunto un día tras otro por temor al gran visir), pero, al aceptarla ahora, da a entender muy claramente a las partes interesadas que, gran visir o no, no tiene la más ligera intención de ceder un ápice de su promesa o de sus privilegios. Por eso cuando la hermosa Scherezada insistió en casarse con el rey y así lo hizo a pesar del excelente consejo de su padre de no cometer barbaridades, es evidente que tenía sus bellos ojos bien abiertos y que conocía muy bien las circunstancias del caso.Parece, sin embargo, que esta ladina damisela (que debió leer a Maquiavelo sin género de dudas) tenía un plan muy ingenioso en mente.
En la noche de bodas se las compuso, he olvidado con qué especioso pretexto, para que su hermana ocupara un lecho lo bastante cercano del de la pareja real como para permitir una fácil conversación de cama a cama. Poco antes del canto del gallo tuvo buen cuidado de despertar al bondadoso monarca, su esposo (que no le guardaba menos afecto por el hecho de que tuviese la intención de retorcerle el cuello al día siguiente), que, gracias a una tranquila conciencia y una fácil digestión, dormía profundamente, para que escuchara el interesantísimo relato (acerca de una rata y un gato negro, creo) que estaba narrando en voz baja a su hermana. Cuando apuntó el día, sucedió que esta historia no había terminado todavía y que Scherezada, dadas las circunstancias, no podía acabarla en esos instantes, pues era ya hora de que se levantara y fuera a que la estrangularan-cosa poquísimo más agradable que ser ahorcado, aunque una pizca más distinguida.Lamento decir que la curiosidad del rey prevaleció sobre sus sanos principios religiosos,induciéndole por esta vez a posponer el cumplimiento de su promesa hasta la mañana siguiente, con el propósito y la esperanza de oír por la noche lo que había ocurrido al final con el gato negro (creo que era negro) y la rata.Llegada la noche, sin embargo, Scherezada no sólo dio el retoque final al gato negro y a la rata (que era azul), sino que, antes de darse cuenta exacta de lo que hacía, se vio envuelta en el intrincado desarrollo de una narración que se refería, si no me equivoco, a un caballo rosado(con alas verdes) que cabalgaba impetuoso por obra de un mecanismo de relojería y al que sedaba cuerda con una llave color índigo.Por esta historia se interesó el rey aun más que por la otra y como el día apuntara antes de su conclusión (no obstante los esfuerzos de la sultana por finalizarla a tiempo para el estrangulamiento) no hubo más remedio que posponer otra vez la ceremonia veinticuatro horas. A la noche siguiente sucedió un accidente similar con similar resultado, y lo mismo a la siguiente y a la otra...; hasta que, al fin, el buen monarca, habiendo sido privado inevitablemente de toda oportunidad de cumplir su promesa durante un periodo no inferior al de mil y una noches, lo olvidó por completo al expirar ese término, se absolvió a sí mismo de él o bien -lo que es más probable-rompió sin reserva dicho voto, así como la cabeza de su padre confesor. En cualquier caso, Schrezada, que, por ser descendiente directa de Eva,había heredado quizá los siete cestos de conversación que esta última señora, según sabemos todos, recogió al pie de los árboles del jardín del Edén, Schrezada, repito, triunfó finalmente y el impuesto sobre las beldades fue derogado.Ahora bien, esta conclusión (que es la del relato tal como aparece escrito) es, sin duda, muy adecuada y agradable, pero ¡ay!, como tantas otras cosas, es más agradable que cierta y yo me hallo muy en deuda con el Eshasionnö por los medios empleados para corregir el error.
Le mieux -dice un proverbio francés-est l'ennui du bien, y al mencionar que Scherezada había heredado los siete cestos de charla, debiera haber añadido que los colocó a interés compuesto hasta que subieron a setenta y siete.-Mi querida hermana -dijo en la noche mil y dos (cito al pie de la letra el lenguaje del Eshasionnó en este punto)-, mi querida hermana -dijo-, ahora que ese pequeño inconveniente acerca del estrangulamiento se ha desvanecido y que ese odioso tributo está felizmente abolido,me siento culpable de una gran indiscreción al no contaros a ti y al rey (quien, lamento decirlo,ronca, cosa que no haría ningún caballero) la verdadera conclusión de la historia de Simbad el marino. Este personaje pasó por muchas otras y más interesantes aventuras que las que relaté,pero la verdad es que precisamente en la noche de su narración tenía yo sueño y en con-secuencia quise abreviar la historia, acto injurioso, el cual confío que Alá me perdone. Pero a una sí no es demasiado tarde para remediar mi gran negligencia y, en cuanto haya dado al rey un pellizco o dos para que se despierte y deje de hacer ese horrible ruido, te contaré inmediatamente (y a él, si tal le place) la continuación de esa notabilísima historia.Por lo que he leído en el Eshasionnó, la hermana de Scherezada no se mostró demasiado entusiasmada ante aquella perspectiva; pero el califa, después de recibir suficientes pellizcos,dejó de roncar y dijo finalmente ¡hum!» y luego «¡ah!», con lo que la sultana entendió (porque sin duda estas son palabras árabes) que él era todo oídos; y habiendo arreglado estas cosas a su satisfacción, reanudó sin pérdida de tiempo la historia de Simbad el marino.-Al fin, ya en la senectud -éstas son las palabras del propio Simbad-y tras disfrutar en mi patria de muchos años de tranquilidad, me sentí una vez más dominado por el deseo de visitar países extranjeros y un día, sin confiar a nadie de la familia mi propósito, hice unos cuantos envoltorios con mercaderías que uniesen su alto precio a su escaso volumen y, contratando aun mozo de cuerda para que las acarrease, bajé con él a la costa a esperar la arribada de alguna nave que me llevase lejos del reino rumbo a alguna región que no hubiera yo explorado aún.«Después de depositar los bultos en la arena, nos sentamos bajo unos árboles y dirigimos la mirada al océano con la esperanza de divisar un navío, pero durante varias horas no vimos ninguno. Por último me pareció oír un singular zumbido o ronroneo y el porteador, tras escuchar un rato, declaró que él también lo percibía. Luego ese sonido fue creciendo en intensidad de modo que no tuvimos duda de que el objeto que lo causaba se acercaba a nosotros. Por último, en la línea del horizonte, descubrimos un punto negro,que fue aumentando rápidamente de tamaño hasta que distinguimos un gigantesco monstruo que nadaba con gran parte de su cuerpo por encima de la superficie del mar. Venía hacia nosotros con inconcebible velocidad, levantando enormes olas de espuma en torno a su pecho e iluminando toda la parte del mar por la que pasaba con una larga línea de fuego que se extendía muy lejos en la distancia».«Cuando aquello se nos acercó, lo vimos con toda claridad. Era tan largo como tres de los árboles más altos y tan ancho como la gran sala de audiencias de vuestro palacio ¡oh, el más sublime y munificente de los califas! Su cuerpo, distinto del de los peces corrientes, era sólido como una roca y de un negro azabache por toda la parte que sobresalía del agua, con la excepción de una estrecha raya color de sangre que la circundaba completamente. El vientre,que quedaba bajo la superficie y que sólo podíamos entrever de vez en cuando, en los momentos en que el monstruo se elevaba y descendía al compás de las olas, estaba cubierto enteramente de escamas metálicas, de un color como el de la luna en tiempo neblinoso. El dorso era liso y casi blanco y de él arrancaban hacia arriba seis espinas de una altura casi igual a la mitad de la largura de su cuerpo.»Aquella horrible criatura no tenía boca visible, pero como para compensar esta deficiencia iba provista de cuatro veintenas de ojos por lo menos, que sobresalían de sus cuencas como los de la verde libélula y estaban dispuestos alrededor del cuerpo en dos hileras, una encima de otra, y paralelos ala raya de color sangre, la cual parecía hacer el oficio de una ceja. Dos o tres de aquellos espantosos ojos eran mucho mayores que los otros y tenían aspecto de ser de oro macizo.»Aunque, como he dicho, la bestia se aproximaba a nosotros con la mayor rapidez, debía de moverse por arte de nigromancia, pues no tenía ni aletas como un pez, ni pies palmeados, como un pato, ni alas como la concha marina que marcha impulsada por el viento como si fuera una nave, ni tampoco se retorcía para avanzar como hacen las anguilas. Su cabeza y su cola se parecían mucho, sólo que no lejos de la segunda había dos pequeños agujeros que servían de fosas nasales por los cuales el monstruo expulsaba su denso aliento con prodigiosa violencia y con un sonido agudo y desagradable.»Grandísimo fue nuestro terror al contemplar aquella cosa tan horrible, pero quedó superado por el asombro que nos produjo ver sobre el lomo de aquella bestia un gran número de animales, aproximadamente del tamaño y la forma de los hombres y que se parecían mucho a éstos salvo en que no llevaban ropas (como los hombres), pues estaban provistos (por la naturaleza sin duda) de una fea e incómoda envoltura muy parecida a la tela, pero tan ajustada a la piel que hacía moverse a los pobres diablos torpemente y les ocasionaba al parecer grandes molestias. En lo alto de la cabeza llevaban una especie de cajas cuadradas que, a primera vista,pensé que harían el oficio de turbantes, pero pronto descubrí que eran sumamente pesadas y sólidas y por tanto deduje que eran artefactos destinados por su gran peso a mantener las cabezas de los animales firmes y sujetas sobre los hombros. Alrededor del cuello las criaturas llevaban collares negros (sin duda, distintivos de servidumbre), como los que ponemos nosotros a los perros, sólo que mucho más anchos y más rígidos, de modo que aquellas pobres víctimas no podían mover la cabeza en ninguna dirección sin mover al mismo tiempo el cuerpo y de esa forma se veían sentenciados a la perpetua contemplación de sus narices, visión respingona y achatada en grado portentoso, por no decir espantosa.»Cuando el monstruo hubo llegado casi al lugar donde estábamos, proyectó hacia delante uno de sus ojos y despidió por él una terrible llamarada de fuego acompañada por una densa nube de humo y un ruido que no puedo comparar con nada sino con el trueno. Al disiparse el humo vimos a uno de los raros animales-hombre de pie cerca de la cabeza de la gran bestia con una trompeta en la mano, a través de la cual (poniéndosela en la boca) se dirigió luego a nosotros con sonidos fuertes, ásperos y desagradables, que hubiéramos tomado por palabras de un lenguaje de no haber sido emitidos a través de la nariz.»Era evidente que se dirigía a nosotros, pero no sabía yo cómo replicar, pues no podía comprender en absoluto lo que se nos decía. Y en este trance me volví al porteador, que estaba a punto de desmayarse de miedo y le pregunté qué especie de monstruo le parecía que podía ser aquel, si tenía idea de sus intenciones y qué clase de criaturas eran las que así pululaban por su lomo. A esto replicó el porteador del mejor modo que le permitía su temblor, diciendo que ya había oído hablar una vez de aquella bestia marina, que era un demonio cruel, con entrañas de azufre y sangre de fuego, creado por los genios malos para hacer sufrir a la humanidad; que las cosas aquellas sobre su lomo eran bichos, como los que a veces infestan a los perros y a los gatos, sólo que un poco mayores y más salvajes, y que desempeñaban su función, aunque mala, ya que mediante la tortura que causaban a la bestia con sus mordeduras y picotazos la llevaban hasta el grado de furor requerido para hacerla rugir y cometer iniquidades y así cumplir los vengativos y malévolos designios de los genios perversos.»Esta declaración me determinó a salir por pies, y, sin siquiera mirar hacia atrás, corrí a toda velocidad a las colinas mientras el mozo corría no menos velozmente, aunque poco más o menos en dirección contraria, de modo que acabó por huir con mis bultos, de los que no dudo que tuviera excelente cuidado, aunque este es un punto que no puedo determinar pues no recuerdo haberle vuelto a ver jamás».«En cuanto a mí, era tan encarnizadamente perseguido por una multitud de bichos-hombres (que habían llegado a tierra en botes) que muy pronto fui apresado, atado de manos y pies y trasladado a la bestia, la cual inmediatamente salió nadando hacia alta mar».«Me arrepentí entonces amargamente por mi locura de abandonar un cómodo hogar para arriesgar la vida en aventuras como aquella, pero como no servía de nada lamentarse me adapté lo mejor que pude a mi situación y me esforcé por conseguir la buena voluntad del animal hombre que poseía la trompeta y que parecía ejercer autoridad sobre sus compañeros. Tanto éxito tuve en este esfuerzo que, en unos pocos días, la criatura me concedió varias señales de su favor y, al fin, incluso se tomó la molestia de enseñarme los rudimentos de lo quesería bastante presuntuoso denominar lenguaje; pero gracias a esto pude conversar fácilmente con aquella criatura y logré hacerle comprender el ardiente deseo que tenía de ver mundo.
»-Uashish, scuashish, scuic, Simbad, eh-didel, didel, grunt unt grumbel, hiss, fiss, juis
-me dijo un día después de comer-, pero os pido mil perdones, había olvidado que vuestra majestad no está familiarizado con la lengua de los gallo rrelinchos (así se llamaban los animales-hombres, porque, según presumo, su lenguaje constituía el eslabón entre el del caballo y el delrey del gallinero). Con vuestro permiso traduciré: «Uashish, scuashish», etc., quiere decir: «Soyfeliz al ver, mi querido Simbad, que eres un tipo excelente. Ahora estamos haciendo algo que se llama circunnavegación del globo; y como estás tan deseoso de ver mundo haré una excepción contigo y te daré un pasaje gratuito en el lomo de la bestia». El Eshasionnó relata que, cuando dama Scherezada hubo llegado a este punto, el rey se volvió del costado izquierdo al derecho y dijo:-Es en verdad,muy sorprendente, mi querida reina que hayas omitido hasta hoy estas últimas aventuras de Simbad. ¿Sabes que las considero tan entretenidas como extrañas?Habiéndose expresado el califa de tal modo, según se nos cuenta, la hermosa Scherezada reanudó su historia con las siguientes palabras:«Agradecí al animal-hombre su bondad -dijo Simbad-y pronto me encontré casi como en mi casa sobre la bestia, la cual nadaba a una velocidad prodigiosa a través del océano, aun que la superficie de éste en aquella parte del mundo no es plana en absoluto, sino redonda como una granada, así que puede decirse que nos pasamos el tiempo viajando cuesta arriba o cuesta abajo».-Eso me parece rarísimo -interrumpió el rey.-Sin embargo, es completamente cierto -replicó Scherezada. -Lo dudo -repuso el rey-, pero ten la bondad de proseguir el relato.-Así lo haré -dijo la reina-. «La bestia -continuó contando Simbad-nadaba, como ya he explicado, cuesta arriba y cuesta abajo, hasta que al fin arribamos a una isla, de muchos centenares de millas de circunferencia pero que, sin embargo, había sido construida en medio del mar por una colonia de animalillos como las orugas.-¡Hum! -dijo el rey.-«Abandonando la isla -dijo Simbad (pues, como se comprenderá, Scherezada hizo caso omiso de la inoportuna exclamación de su marido)-, llegamos a otra, donde los árboles eran de piedra maciza y tan duros que hacían añicos las hachas mejor templadas con las que nos esforzábamos en abatirlos³.-¡Hum! -dijo de nuevo el rey.Pero Scherezada, sin prestarle atención, continuó con las palabras de Simbad.-«Después de dejar atrás esta última isla, llegamos a un país donde había una caverna que se prolongaba a lo largo de treinta o cuarenta millas por las entrañas de la tierra y que contenía mayor cantidad de palacios, mucho más grandes y magníficos que los de Damasco y Bagdad juntas. De los techos de esos palacios colgaban millares de gemas, parecidas a diamantes, pero más grandes que los hombres. Y por las calles que pasaban entre torres y pirámides discurrían 
vastos ríos negros como el ébano, rebosantes de peces sin ojos»

.-¡Hum! -dijo el rey.-Navegamos luego a una región del mar donde hallamos una elevada montaña por cuyas ladras se derramaban torrentes de metal fundido, algunos de los cuales medían doce millas de ancho por sesenta de largo
, mientras quede un abismo en la cumbre salía tan ingente cantidad de cenizas que el sol estaba enteramente oculto en los cielos y el día era más oscuro que la más oscura medianoche, de modo que, cuando nos hallamos incluso a una distancia de ciento cincuenta millas de la montaña era imposible ver el objeto más blanco por cercano que lo tuviésemos ante nuestros ojos»

.-¡Hum! -dijo el rey.-«Después de abandonar esa costa, la bestia continuó su travesía hasta llegar a una tierra en la que la naturaleza de las cosas parecía haberse invertido, pues allí vimos un gran lago, enel fondo del cual,a más de cien pies de la superficie del agua, florecía en toda su vegetación de altos y frondosos árboles»

.-¡Ja! -dijo el rey.-«Unas cien millas más adelante fuimos a parar a un clima en el que la atmósfera era tan densa que podía sostener hierro o acero del mismo modo que la nuestra lo hace con las plumas»

.-¡Quita allá! -dijo el rey.-«Siguiendo siempre en la misma dirección, llegamos luego a la más magnífica región del mundo entero. A través de ella serpenteaba un espléndido río durante varios miles de millas.Este río era de una profundidad insondable y de una transparencia mayor que la del ámbar. Tenía de tres a seis millas de ancho y sus márgenes, que se elevaban perpendicularmente por ambos lados a mil doscientos pies de altura, estaban coronadas por árboles siempre floridos y perfumadas flores perennes que hacían de todo el territorio un maravilloso jardín. Pero este lujuriante país se llamaba el Reino del Horror y penetrar en él equivalía a la muerte inevitable»

.-¡Jua! -dijo el rey.-«Abandonamos este reino con grandes prisas y, al cabo de unos días, llegamos a otro,donde nos quedamos asombrados al ver millares de monstruosos animales con cuernos semejantes a guadañas sobre su cabeza. Estas horribles bestias excavan en el suelo amplias cavernas en forma de túnel y revisten sus paredes con rocas, dispuestas de tal modo unas sobre otras que se caen instantáneamente al ser pisadas por otros animales, precipitando así a éstos en las guaridas de los monstruos, que succionan al momento su sangre y luego arrojan despreciativamente el cadáver a gran distancia de las cavernas de la muerte»
.-¡Ufl -dijo el rey.-«Continuando nuestro viaje, divisamos una comarca abundante en vegetales que no crecían en el suelo, sino en el aire¹. Había otros que brotaban de la sustancia de otros vegetales; otros que obtenían su sustento de los cuerpos de animales vivos¹; y había además otros que resplandecían con un fuego intenso; otros que se movían de aquí para allá a placer 
y lo que es aún más sorprendente, descubrimos que vivían respiraban y movían a voluntad sus miembros y tenían,además, la detestable pasión del género humano de esclavizar a otras criaturas y confinarlas en hórridas y solitarias prisiones hasta cumplir las tareas que se les encomendaban»
-¡Bah! -dijo el rey.-Dejamos esta tierra y pronto llegamos a otra en la cual las abejas y los pájaros son matemáticos de tal genio y erudición que instruyen a diario en la ciencia de la geometría a los sabios del imperio. El rey del lugar ofreció un premio por la solución de dos dificilísimos problemas y ambos fueron resueltos al instante, uno por las abejas y el otro por los pájaros.Pero el rey mantuvo en secreto las soluciones y sólo tras profundísimas investigaciones y trabajos y de escribir infinidad de libros durante una larga serie de años llegaron al fin los matemáticos a las mismas soluciones que habían dado al instante por las abejas y los pájaros

-«Apenas habíamos perdido de vista este imperio, cuando nos encontramos junto a otro desde cuyas costas volaba sobre nuestras cabezas una bandada de aves, bandada que tenía una milla de anchó por doscientas cuarenta de largo, de modo que, aun cuando volaban a una milla por minuto, requirió cuatro largas horas que todos los pájaros pasaran por encima de nosotros, delo cual se deduce que había varios millones de ejemplares»

.-¡Ilusos! -dijo el rey.-«No bien nos libramos de estos pájaros, que nos ocasionaron gran molestia, quedamos aterrorizados ante la aparición de un ave de otra clase e infinitamente más grande incluso que los rochos

que he encontrado en mis anteriores viajes, pues era mayor que la mayor de las cúpulas de vuestro serrallo ¡oh, el más munificente de los califas! Esta ave terrible no tenía cabeza visible, sino que estaba enteramente constituida por un vientre, de gordura y redondez prodigiosas, formado por una blanda sustancia, suave, brillante y listada de diversos colores.En sus garras el monstruo llevaba hacia su nido en los cielos una casita a la que había arrancado el tejado y en el interior de la cual divisamos claramente seres humanos que, sin género de duda se hallaban en un estado de espantosa desesperación ante el horrible sino que les aguardaba. Gritamos con todas nuestras fuerzas, esperando asustar al pájaro para que soltara su presa, pero él se limitó a dar un resoplido, como de rabia, y luego dejó caer sobre nuestras cabezas un pesado saco que resultó estar lleno de arena».-¡Bobadas! -dijo el rey.-«Justo tras esta aventura nos vimos en un continente de vasta extensión y prodigiosa solidez, pero que, sin embargo, se apoyaba enteramente sobre el lomo de una vaca azul cielo que tendría no menos de cuatrocientos cuernos»

.-Eso sí lo creo -dijo el rey-, porque he leído algo parecido en un libro.-«Pasamos inmediatamente por debajo de ese continente (navegando entre las patas de la vaca) y, al cabo de unas horas, nos hallamos en un país en verdad asombroso que, según me informó el animal-hombre, era su propia patria, habitada por cosas de su propia especie. Esto elevó muchísimo en mi estima al animal-hombre y, en realidad, comencé a sentirme avergonzado por la despreciativa familiaridad con que le había tratado, pues comprobé que engeneral los animales-hombre eran una nación de poderosísimos magos, que vivían con gusanos en sus cerebros²¹, los cuales, sin duda, servían para estimularles, mediante sus dolorosos retorcimientos y culebreos, a realizar los más prodigiosos esfuerzos de imaginación.-¡Tonterías! -dijo el rey.-«Entre los magos vivían domesticados varios animales de lo más singular; por ejemplo,había un enorme caballo cuyos huesos eran de hierro y cuya sangre era agua hirviente. En lugar de grano le daban piedras negras como alimento habitual y, no obstante, a pesar de esa dieta tan indigesta, era tan fuerte y rápido que arrastraba una carga más pesada que el mayor templo de esta ciudad a una velocidad que sobrepasaría a la del vuelo de la mayoría de las aves».-¡Sandeces! -dijo el rey.-«Vi también entre aquellas gentes una gallina sin plumas, pero mayor que un camello; en vez de carne y huesos tenía hierro y ladrillos; su sangre, como la del caballo (con el que, en realidad, estaba casi emparentada), era agua hirviendo y, al igual que él, no comía otra cosa que madera o piedras negras. Dicha gallina alumbraba con gran frecuencia un centenar de pollos al día y, después de nacer, éstos permanecían durante varias semanas en el estómago dela madre». -¡Necedades! -dijo el rey.-«Uno de esta nación de poderosos brujos creó un hombre a partir de latón, madera y cuero y le dotó de tal ingenio que habría vencido al ajedrez a todos los miembros del género humano con la excepción del gran califa Harún-al-Raschid
.
 Otro de estos magos construyó con parecidos materiales una criatura que haría avergonzarse incluso al genio del que la hizo, pues tan grandes eran sus facultades de razonar que, en un segundo, realizaba cálculo de tan vasta amplitud que habrían requerido la labor combinada de cincuenta mil hombres de carne y hueso durante un año

. Pero un hechicero aun más portentoso hizo algo formidable que no era hombre ni bestia, pero que tenía sesos de plomo entremezclados con una materia negra como la pez y unos dedos que empleaba con tan increíble rapidez y destreza que no habría tenido ninguna dificultad en escribir veinte mil copias del Corán en una hora; y eso con tan exquisita precisión que en todas las copias no se hubiera encontrado una que variase de o traen la anchura del cabello más fino. Este algo tenía una fuerza prodigiosa, de suerte que podía erigir o derrocar de un soplo los más formidables imperios, pero su poder era ejercido por igual para el mal y para el bien».-¡Ridículo! -dijo el rey.-«Entre este pueblo de nigromantes había también uno por cuyas venas corría la sangre delas salamandras, pues no tenía escrúpulo en sentarse para fumar su chibuquí dentro de un horno rusiente hasta que su comida se hubiese asado totalmente en el suelo.
. Otro tenía la facultad de convertir los metales comunes en oro sin siquiera mirarlos durante la operación
.Otro tenía tal delicadeza de tacto que hacía un alambre tan fino que resultaba invisible
. Otro tenía tal rapidez de percepción que contaba por separado todos los movimientos de un cuerpo elástico mientras éste saltaba hacia delante y atrás a razón de novecientos millones de veces por segundo»

-¡Absurdo! -dijo el rey.-«Otro de estos magos, por medio de un fluido que nadie vio jamás, podía hacer que los cadáveres de sus amigos agitaran los brazos, sacudiesen las piernas, luchasen e incluso se levantasen y bailasen a voluntad

. Otro tenía cultivada la voz en grado tan amplio que podía hacerse oír de un extremo a otro de la tierra³¹. Otro tenía un brazo tan largo que podía sentarse en Damasco y escribir una carta en Bagdad o, verdaderamente, en cualquier lugar por distante que estuviese³². Otro ordenaba al rayo que bajase de los cielos hasta él y el rayo acudía a su llamada y le servía de juguete. Otro tomaba dos sonidos fuertes y de ellos formaba silencio.Otro creaba una densa oscuridad a partir de dos luces brillantes³. Otro hacía hielo en un horno ardiente 
Otro daba instrucciones al sol para que pintase su retrato y el sol lo hacía Otro tomaba este astro junto con la luna y los planetas y tras de pesarlos con escrupulosa exactitud exploraba sus profundidades y averiguaba la solidez de la sustancia de que estaban constituidos. Pero toda la nación posee tan sorprendente habilidad nigromántica que ni siquiera sus niños o sus más vulgares perros y gatos tienen dificultad en ver objetos que no existen o que veinte mil años antes de nacer su propia nación fueron borrados de la faz de la tierra»

.-¡Ridículo! -dijo el rey.-«Las esposas e hijas de estos magos incomparablemente grandes y sabios -continuó Scherezada sin alterarse en absoluto por las frecuentes y muy incorrectas interrupciones de su esposo-, son cuanto de cumplido y refinado existe y constituirían lo más interesante y bello, sino fuera por una desdichada fatalidad que les acosa y de la que ni siquiera el milagroso poder de sus maridos y padres han conseguido remediar hasta ahora. Unas fatalidades se presentan bajo ciertas formas y otras bajo diferentes aspectos, pero aquella a la que me refiero se ha presentado en forma de excentricidad.-¿De qué? -dijo el rey.-De excentricidad -dijo Scherezada-. Uno de los genios malos que están siempre al acecho para acarrear el infortunio ha metido en la cabeza de esas cumplidas damas la idea de que la cosa que describimos como belleza personal consiste en la protuberancia de la región donde la espalda cambia de nombre. La perfección de la belleza, dicen, está en relación directa con el volumen de esta giba. Dominadas por esta idea largo tiempo y aprovechando que las almo-hadillas son baratas en ese país, han llegado a tal extremo que resulta difícil distinguir una mujer de un dromedario...-¡Basta -dijo el rey-. No puedo, ni quiero aguantar más.Me has levantado un terrible dolor de cabeza con tus patrañas. El día además, por lo que veo, comienza a despuntar. ¿Cuánto tiempo llevamos ya casados? Mi conciencia está volviendo a atormentarme. Y luego ese detalle del dromedario... ¿Me tomas por tonto?Lo mejor que puedes hacer es levantarte e ir a que te estrangulen.

Estas palabras, según sé por el Eshasionnó, afligieron y asombraron a Scherezada, pero sabiendo que el rey era un hombre de escrupulosa integridad y nada inclinado a faltar a su palabra,se sometióa su sino de buen talante. Experimentó, sin embargo, gran consuelo (mientras le apretaban el cuello) pensando que buena parte de la historia seguía aún sin contar y que le estaba bien empleado al petulante y bruto de su marido quedarse sin conocer muchas e inconcebibles aventuras

EL SUEÑO DEL SULTÁN.


      Negocio en Internet - Comunicación Efectiva
La percepción de la verdad

En un país muy lejano, al oriente del gran desierto vivía un viejo Sultán, dueño de una inmensa fortuna. El Sultán era un hombre muy temperamental además de supersticioso.Una noche soñó que había perdido todos los dientes. Después de despertar, mandó llamar a un sabio para que interpretase su sueño. "¡Qué desgracia, Mi Señor! Cada diente caído representa la pérdida de un pariente de Vuestra Majestad", dijo el sabio. "¡Qué insolencia! ¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí! ¡Que le den cien latigazos!", gritó el Sultán 
enfurecido. Más tarde ordenó que le trajesen a otro sabio y le contó lo que había soñado. Este, después de escuchar al Sultán con atención, le dijo: "¡Excelso Señor! Gran felicidad os ha sido reservada. El sueño significa que sobrevivirás a todos vuestros parientes". Se iluminó el semblante del Sultán con una gran sonrisa y ordenó que le dieran cien monedas de oro. Cuando éste salía del Palacio, uno de los cortesanos le dijo admirado: "¡No es posible! La interpretación que habéis hecho de los sueños es la misma que el primer sabio. No entiendo porque al primero le pagó con cien latigazos y a ti con cien monedas de oro. El segundo sabio respondió: "Amigo mío, todo depende de la forma en que se dice. Uno de los grandes desafíos de la humanidad es aprender a comunicarse. De la comunicación depende, muchas veces, la felicidad o la desgracia, la paz o la guerra. La verdad puede compararse con una piedra preciosa. Si la lanzamos contra el rostro de alguien, puede herir, pero si la envolvemos en un delicado embalaje y la ofrecemos con ternura ciertamente será aceptada con agrado."




FRASE DE GANDHI

       

LA VERDAD...

         

        LA VERDAD SE CORROMPE TANTO CON LA MENTIRA COMO CON
        EL SILENCIO...CICERÓN.

EL INCONMENSURABLE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ.

        Foto: INCONMENSURABLE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ...

Yo no vengo a decir un discurso
Gabriel García Márquez (Colombia, 1927) es escritor, periodista, guionista y  ganador del Premio Nobel de Literatura 1982.  García Márquez es uno de los escritores más representativos del realismo mágico y su novela Cien años de Soledad su estandarte en este género. Además, es mi autor favorito.

De Márquez he leído ‘Vivir para contarla’, ‘Del amor y otros demonios’, ‘Memoria de mis putas tristes’, ‘Relato de un náufrago’, ‘Cien años de soledad’, ‘El coronel no tiene quien le escriba’, ‘Crónica de una muerte anunciada’, ‘Yo no vengo a decir un discurso’ y por supuesto mi libro favorito ‘El amor en los tiempos del cólera’.

El libro que voy a reseñar es ‘Yo no vengo a decir un discurso’ y es que la verdad no me he atrevido con los otros porque temo ser muy parcial.  Debo dedicarles tiempo y objetividad.

‘Yo no vengo a decir un discurso’ es la más reciente novela del autor, en esta obra se recopilan una serie de discursos que el autor se ha visto ‘obligado’ a dar, abarcando desde 1944 hasta el más reciente en el 2007. Los títulos de los discursos fueron asignados como parte de la edición del libro.

Son 21 discursos donde García Márquez habla desde cómo comenzó a escribir, de la amistad, de periodismo, de su amor por América Latina  hasta de armas nucleares.  También está su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, y mucho más.

Leer este libro fue como leer otra de sus novelas, habla como escribe, con metáforas e historias.  Me encanta, me hace querer aún más que escriba otro pronto, ya me tiene esperando la segunda parte de ‘Vivir para contarla’.  Me reía y asentía mientras leía.

Cómo comencé a escribir (1970) ‘Yo comencé a ser escritor de la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza.’

Mi amigo Mutis (1993) ‘Fue Álvaro  quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Paramo y me dijo: “Ahí tiene, para que aprenda”…con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo’. 

Periodismo: el mejor oficio del mundo (1996) ‘La lectura era un vicio profesional.  Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fueron de sobra para poner muy en alto el mejor oficio del mundo, como ellos mismos lo llamaban’

‘…ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. Lo cual, para los periodistas empíricos de antaño, debe ser como encontrarse en la ducha con el papá vestido de astronauta.’

¿Recomendado? ¡Por supuesto!

Yo no vengo a decir un discurso
Gabriel García Márquez (Colombia, 1927) es escritor, periodista, guionista y ganador del Premio Nobel de Literatura 1982. García Márquez es uno de los escritores más representativos del realismo mágico y su novela Cien años de Soledad su estandarte en este género. Además, es uno de mis autores favoritos.


De Márquez he leído ‘Vivir para contarla’, ‘Del amor y otros demonios’, ‘Memoria de mis putas tristes’, ‘Relato de un náufrago’, ‘Cien años de soledad’, ‘El coronel no tiene quien le escriba’, ‘Crónica de una muerte anunciada’, ‘Yo no vengo a decir un discurso’ y por supuesto mi libro favorito ‘El amor en los tiempos del cólera’.

El libro que voy a reseñar es ‘Yo no vengo a decir un discurso’ y es que la verdad no me he atrevido con los otros porque temo ser muy parcial. Debo dedicarles tiempo y objetividad.

‘Yo no vengo a decir un discurso’ es la más reciente novela del autor, en esta obra se recopilan una serie de discursos que el autor se ha visto ‘obligado’ a dar, abarcando desde 1944 hasta el más reciente en el 2007. Los títulos de los discursos fueron asignados como parte de la edición del libro.

Son 21 discursos donde García Márquez habla desde cómo comenzó a escribir, de la amistad, de periodismo, de su amor por América Latina hasta de armas nucleares. También está su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, y mucho más.

Leer este libro fue como leer otra de sus novelas, habla como escribe, con metáforas e historias. Me encanta, me hace querer aún más que escriba otro pronto, ya me tiene esperando la segunda parte de ‘Vivir para contarla’. Me reía y asentía mientras leía.

Cómo comencé a escribir (1970) ‘Yo comencé a ser escritor de la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza.’

Mi amigo Mutis (1993) ‘Fue Álvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Paramo y me dijo: “Ahí tiene, para que aprenda”…con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo’.

Periodismo: el mejor oficio del mundo (1996) ‘La lectura era un vicio profesional. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fueron de sobra para poner muy en alto el mejor oficio del mundo, como ellos mismos lo llamaban’

‘…ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. Lo cual, para los periodistas empíricos de antaño, debe ser como encontrarse en la ducha con el papá vestido de astronauta.’

¿Recomendado? ¡Por supuesto!

ZONA RETRO...


VINTAGE...


VANITAS




Cuadro Vanitas
Autor:Pieter Van Steenwyck
Fecha:1640 S.F.
Museo:Museo del Prado
Características:34 x 46 cm.
Material:Oleo sobre tabla 
Estilo:Barroco Centroeuropeo
Nos encontramos ante uno de las naturalezas muertas de mayor calidad del Museo del Prado. Este bodegón es del tipo llamado Vanitas, es decir, vanidad, debido al simbolismo de los objetos que presenta. Es un género propio del Barroco, que reflexiona sobre la futilidad del mundo y el conocimiento humano. En este encontramos la calavera, que representa la muerte, la vela apagada, huesos, libros e instrumentos de música, todos ellos placeres inútiles cuando llega la muerte.La composición es sencillamente deliciosa, organizada a través de una marcada diagonal que proviene de un foco de luz amarillenta. El autor ha empleado una única gama de color, en ocres y amarillos dorados. El predominio del vacío en prácticamente dos tercios de la superficie del cuadro provoca una sensación casi metafísica. Estas composiciones de origen holandés alcanzaron mucho éxito en España, donde se las imitó e importó.

PROHIBIDO DEJAR DE SOÑAR...

  

El día que deje de soñar y de ser como soy, mándame tu pésame
 y pon tres piedras sobre mi tumba...

NO LE TEMO A LA VERDAD.



No le temo a la verdad, ni al miedo, ni al que dirán, la muerte solo me causa curiosidad, pero me asusta amar y ser feliz y que me digan que ha llegado el final...


Todos tenemos un par de alas, pero solo quien sueña aprende a volar...

Léo Ferré - Verrà la morte (Cesare Pavese)

Title : Verrà la morte
Text : Cesare Pavese (1950)
Music : Léo Ferré (1969)
Album : La Vie d'artiste 1961-1971
Movie : A Bout de souffle (1960)
Director : Jean-Luc Godard
Lyrics :
VERRA' LA MORTE E AVRA' I TUOI OCCHI

Verrà la morte e avrà i tuoi occhi.
questa morte che ci accompagna
dal mattino alla sera, insonne,
sorda, come un vecchio rimorso
o un vizio assurdo. I tuoi occhi
saranno una vana parola,
un grido taciuto, un silenzio.
Così li vedi ogni mattina
quando su te sola ti pieghi
nello specchio. O cara speranza,
quel giorno sapremo anche noi
che sei la vita e sei il nulla.

Per tutti la morte ha uno sguardo.
Verrà la morte e avrà i tuoi occhi.
Sarà come smettere un vizio,
come vedere nello specchio
riemergere un viso morto,
come ascoltare un labbro chiuso.
Scenderemo nel gorgo muti.


Traduction française (Léo Ferré) :

La mort viendra et elle aura tes yeux -
cette mort qui est notre compagne
du matin jusqu'au soir, sans sommeil,
sourde, comme un vieux remords
ou un vice absurde. Tes yeux
seront une vaine parole,
un cri réprimé, un silence.
Ainsi les vois-tu le matin
quand sur toi seule tu te penches
au miroir. O chère espérance,
ce jour-là nous saurons nous aussi
que tu es la vie et que tu es le néant.

La mort a pour tous un regard.
La mort viendra et elle aura tes yeux.
Ce sera comme cesser un vice,
comme voir resurgir
au miroir un visage défunt,
comme écouter des lèvres closes.
Nous descendrons dans le gouffre muets.


English translation :
DEATH WILL STARE AT ME OUT OF YOUR EYES

Death will stare at me out of your eyes;
this death who accompanies us
from morning to night, sleepless,
dull, like an old remorse
or an absurd vice. Your eyes
will be a vain word
an unspoken scream, a silence.
So you see them each morning
when you gaze alone
on the mirror. O dear hope,
that day we'll know too,
that you are the life and the void.
To everyone death has a look
Death will stare at me out of your eyes.
It will be like giving up a vice,
like seeing in the mirror
a dead face re-emerge,
like listening to a silent lip.
We'll go down into the whirlpool without words.


VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS.

La muerte me miran fuera de sus ojos;
esta muerte que nos acompaña
desde la mañana hasta la noche, sin dormir,
sordo, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
será una palabra vana
un grito silencioso, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando usted mira solamente
en el espejo. O querida esperanza,
Ese día sabremos también,
que son la vida y el vacío.
A la muerte de todo el mundo tiene un aspecto
La muerte me miran fuera de sus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
un rostro muerto resurgir,
como escuchar un labio en silencio.
Bajaremos por el remolino sin palabras.

LA MUERTE SEGÚN FREUD VI FINAL.



“Nuestra actitud ante la muerte” de Sigmund Freud VI (final) Vanitas

En resumen: nuestro inconsciente es tan inaccesible a la idea de la muerte propia, tan sanguinario contra los extraños y tan ambivalente en cuanto a las personas queridas, como lo fue el hombre primordial. ¡Pero cuánto nos hemos alejado de este estado primitivo en nuestra actitud cultural y convencional ante la muerte! No es difíci
l determinar la actuación de la guerra sobre esta dicotomía. Nos despoja de las superposiciones posteriores de la civilización y deja de nuevo al descubierto al hombre primitivo que en nosotros alienta. Nos obliga de nuevo a ser héroes que no pueden creer en su propia muerte; presenta a los extraños como enemigos a los que debemos dar o desear la muerte, y nos aconseja sobreponernos a la muerte de las personas queridas. Pero acabar con la guerra es imposible; mientras las condiciones de existencia de los pueblos sean tan distintas, y tan violentas las repulsiones entre ellos, tendrá que haber guerras. Y entonces surge la interrogación. ¿No deberemos acaso ser nosotros los que cedamos y nos adaptemos a ella? ¿No habremos de confesar que con nuestra actitud civilizada ante la muerte nos hemos elevado una vez más muy por encima de nuestra condición y deberemos, por tanto, renunciar a la mentira y declarar la verdad? ¿No sería mejor dar a la muerte, en la realidad y en nuestros pensamientos, el lugar que le corresponde y dejar volver a la superficie nuestra actitud inconsciente ante la muerte, que hasta ahora hemos reprimido tan cuidadosamente?

Esto no parece constituir un progreso, sino más bien, en algunos aspectos, una regresión; pero ofrece la ventaja de tener más en cuenta la verdad y hacer de nuevo más soportable la vida. Soportar la vida es, y será siempre, el deber primero de todos los vivientes. La ilusión pierde todo valor cuando nos lo estorba. Recordamos la antigua sentencia si vis pacem, para bellum. Si quieres conservar la paz, prepárate para la guerra. Sería de actualidad modificarlo así: si vis vitam, para morten. Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte.

Sigmund Freud

LA MUERTE SEGÚN FREUD. V



“Nuestra actitud ante la muerte” de Sigmund Freud (V).Vanitas

La muerte propia era, seguramente, para el hombre primordial, tan inimaginable e inverosímil como todavía hoy para cualquiera de nosotros. Pero a él se le planteaba un caso en el que convergían y chocaban las dos actitudes contradictorias ante la muerte, y este caso adquirió gran importancia y fue muy rico en lejanas consecuencias. Su
cedió cuando el hombre primordial vio morir a alguno de sus familiares, su mujer, su hijo o su amigo, a los que amaba, seguramente como nosotros a los nuestros, pues el amor no puede ser mucho más joven que el impulso asesino. Hizo entonces, en su dolor, la experiencia de que también él mismo podía morir, y todo su ser se rebeló contra ello; cada uno de aquellos seres amados era, en efecto, un trozo de su propio y amado yo. Mas, por otro lado, tal muerte le era, sin embargo, grata, pues cada una de las personas amadas integraban también algo ajeno y extraño a él. La ley de la ambivalencia de los sentimientos, que aún domina hoy en día nuestras relaciones sentimentales con las personas que nos son amadas, regía más ampliamente en los tiempos primitivos. Y así, aquellos muertos amados eran, sin embargo, también extraños y enemigos que habían despertado en él sentimientos enemigos.

Los filósofos han afirmado que el enigma intelectual que la imagen de la muerte planteaba al hombre primordial hubo de forzarle a reflexionar, y fue así el punto de partida de toda reflexión. A mi juicio, los filósofos piensan en este punto demasiado filosóficamente, no toman suficientemente en consideración los motivos primariamente eficientes. Habremos, pues, de limitar y corregir tal afirmación. Ante el cadáver del enemigo vencido, el hombre primordial debió de saborear su triunfo, sin encontrar estímulo alguno a meditar sobre el enigma de la vida y la muerte. Lo que dio su primer impulso a la investigación humana no fue el enigma intelectual, ni tampoco cualquier muerte, sino el conflicto sentimental emergente a la muerte de seres amados, y, sin embargo, también extraños y odiados. De este conflicto sentimental fue del que nació la Psicología. El hombre no podía ya mantener alejada de sí la muerte, puesto que la había experimentado en el dolor por sus muertos; pero no quería tampoco reconocerla, ya que le era imposible imaginarse muerto. Llegó, pues, a una transacción: admitió la muerte también para sí, pero le negó la significación de su aniquilamiento de la vida, cosa para la cual le habían faltado motivos a la muerte del enemigo. Ante el cadáver de la persona amada, el hombre primordial inventó los espíritus, y su sentimiento de culpabilidad por la satisfacción que se mezclaba a su duelo hizo que estos espíritus primigenios fueran perversos demonios, a los cuales había que temer. Las transformaciones que la muerte acarrea le sugirieron la disociación del individuo en un cuerpo y una o varias almas, y de este modo su ruta mental siguió una trayectoria paralela al proceso de desintegración que la muerte inicia. El recuerdo perdurable de los muertos fue la base de la suposición de otras existencias y dio al hombre la idea de una supervivencia después de la aparente muerte.

Estas existencias posteriores fueron sólo al principio pálidos apéndices de aquella que la muerte cerraba; fueron existencias espectrales, vacías y escasamente estimadas hasta épocas muy posteriores. Recordemos lo que el alma de Aquiles responde a Ulises:

«Preferiría labrar la tierra como jornalero, ser un hombre necesitado, sin patrimonio ni bienestar propio, a reinar sobre la muchedumbre desesperanzada de los muertos.» (Odisea, XI, 484-491.)

O en la vigorosa versión, amargamente parodística, de Enrique Heine:

«El más insignificante filisteo vivo -de Stuckert junto al Neckar- es mucho más feliz que yo, el pélida, el héroe muerto, el príncipe de las sombras del Averno.»

Sólo más tarde consiguieron las religiones presentar esta existencia póstuma como la más valiosa y completa, y rebajar la vida terrenal a la categoría de una mera preparación. Y, consecuentemente, se prolongó también la vida en el pretérito, inventándose las existencias anteriores, la transmigración de las almas y la reencarnación, todo ello con la intención de despojar a la muerte de su significación de término de la existencia. Tan tempranamente empezó ya la negación de la muerte, negación a la cual hemos calificado de actitud convencional y cultural.

Sigmund Freud

LA MUERTE SEGÚN FREUD IV

Foto: “Nuestra actitud ante la muerte” de Sigmund Freud (VI) Vanitas

Así, pues, también nosotros mismos juzgados por nuestros impulsos instintivos, somos, como los hombres primitivos, una horda de asesinos. Por fortuna tales deseos no poseen la fuerza que los hombres de los tiempos primitivos les atribuían aún, de otro modo la Humanidad, los hombres más excelsos y sabios y las mujeres más amorosas y bellas juntos al resto habría perecido hace ya mucho tiempo, víctima de las maldiciones recíprocas. Estas tesis que el psicoanálisis formula atrae sobre ella la incredulidad de los profanos, que la rechazan como una simple calumnia insostenible ante los asertos de la conciencia, y se las arreglan hábilmente para dejar pasar inadvertidos los pequeños indicios con los que también lo inconsciente suele delatarse a la conciencia. No estará, por tanto, fuera de lugar hacer constar que muchos pensadores, en cuyas opiniones no pudo haber influido el psicoanálisis, han denunciado claramente la disposición de nuestros pensamientos secretos a suprimir cuanto supone un obstáculo en nuestro camino, con un absoluto desprecio a la prohibición de matar. Un solo ejemplo, que se ha hecho famoso bastará: En Le pére Goriot alude Balzac a un pasaje de Juan Jacobo Rousseau, en el cual se pregunta al lector qué haría si, con sólo un acto de su voluntad, sin abandonar París ni, desde luego, ser descubierto, pudiera hacer morir en Pekín a un viejo mandarín, cuya muerte habría de aportarle grandes ventajas. Y deja adivinar que no considera nada segura la vida del anciano dignatario. La frase tuer son mandarin ha llegado a ser proverbial como designación de tal disposición secreta, latente aún en los hombres de hoy.

Hay también toda una serie de anécdotas e historietas cínicas que testimonian en igual sentido. Así, la del marido que dice a su mujer: «Cuando uno de nosotros muera, yo me iré a vivir a París.» Estos chistes cínicos no serían posibles si no tuvieran que comunicar una verdad negada y que no nos es lícito reconocer como tal cuando es expuesta en serio y sin velos. Sabido es que en broma se puede decir todo, hasta la verdad. Como al hombre primitivo, también a nuestro inconsciente se le presenta un caso en el que las dos actitudes opuestas ante la muerte, chocan y entran en conflicto, la que la reconoce como aniquilamiento de la vida y la que la niega como irreal. Y este caso es el mismo que en la época primitiva: la muerte o el peligro de muerte de una persona amada, el padre o la madre, el esposo o la esposa, un hermano, un hijo o un amigo querido. Estas personas son para nosotros, por un lado, un patrimonio íntimo, partes de nuestro propio yo; pero también son, por otro lado, parcialmente, extraños o incluso enemigos. Todos nuestros cariños, hasta los más íntimos y tiernos, entrañan, salvo en contadísimas situaciones, un adarme de hostilidad que puede estimular al deseo inconsciente de muerte.

Pero de esta ambivalencia no nacen ya, como en tiempos remotos, el animismo y la ética, sino la neurosis, la cual nos permite también adentrarnos muy hondamente en la vida psíquica normal. Los médicos que practicamos el tratamiento psicoanalítico nos hemos, así, enfrentado muy frecuentemente con el síntoma de una preocupación exacerbada por el bien de los familiares del sujeto, o con autorreproches totalmente infundados, consecutivos a la muerte de una persona amada. El estudio de estos casos no nos ha dejado lugar a dudas en cuanto a la difusión y la importancia de los deseos inconscientes de muerte. Al profano le horroriza la posibilidad de tales sentimientos, y da a esta repugnancia el valor de un motivo legítimo para acoger con incredulidad las afirmaciones del psicoanálisis. A mi juicio, sin fundamento alguno. Nuestra tesis no apunta a rebajar la vida afectiva ni tiene, en modo alguno, consecuencia tal. Tanto nuestra inteligencia como nuestro sentimiento se resisten, desde luego, a acoplar de esta suerte el amor y el odio; pero la Naturaleza, laborando con este par de elementos antitéticos, logra conservar siempre despierto y lozano el amor para asegurarlo contra el odio, al acecho siempre detrás de él. Puede decirse que las más bellas floraciones de nuestra vida amorosa las debemos a la reacción contra los impulsos hostiles que percibimos en nuestro fuero interno.

Sigmund Freud

“Nuestra actitud ante la muerte” de Sigmund Freud (IV) Vanitas
Así, pues, también nosotros mismos juzgados por nuestros impulsos instintivos, somos, como los hombres primitivos, una horda de asesinos. Por fortuna tales deseos no poseen la fuerza que los hombres de los tiempos primitivos les atribuían aún, de otro modo la Humanidad, los hombres más excelsos y sabios y las mujeres más amorosas y be
llas juntos al resto habría perecido hace ya mucho tiempo, víctima de las maldiciones recíprocas. Estas tesis que el psicoanálisis formula atrae sobre ella la incredulidad de los profanos, que la rechazan como una simple calumnia insostenible ante los asertos de la conciencia, y se las arreglan hábilmente para dejar pasar inadvertidos los pequeños indicios con los que también lo inconsciente suele delatarse a la conciencia. No estará, por tanto, fuera de lugar hacer constar que muchos pensadores, en cuyas opiniones no pudo haber influido el psicoanálisis, han denunciado claramente la disposición de nuestros pensamientos secretos a suprimir cuanto supone un obstáculo en nuestro camino, con un absoluto desprecio a la prohibición de matar. Un solo ejemplo, que se ha hecho famoso bastará: En Le pére Goriot alude Balzac a un pasaje de Juan Jacobo Rousseau, en el cual se pregunta al lector qué haría si, con sólo un acto de su voluntad, sin abandonar París ni, desde luego, ser descubierto, pudiera hacer morir en Pekín a un viejo mandarín, cuya muerte habría de aportarle grandes ventajas. Y deja adivinar que no considera nada segura la vida del anciano dignatario. La frase tuer son mandarin ha llegado a ser proverbial como designación de tal disposición secreta, latente aún en los hombres de hoy.

Hay también toda una serie de anécdotas e historietas cínicas que testimonian en igual sentido. Así, la del marido que dice a su mujer: «Cuando uno de nosotros muera, yo me iré a vivir a París.» Estos chistes cínicos no serían posibles si no tuvieran que comunicar una verdad negada y que no nos es lícito reconocer como tal cuando es expuesta en serio y sin velos. Sabido es que en broma se puede decir todo, hasta la verdad. Como al hombre primitivo, también a nuestro inconsciente se le presenta un caso en el que las dos actitudes opuestas ante la muerte, chocan y entran en conflicto, la que la reconoce como aniquilamiento de la vida y la que la niega como irreal. Y este caso es el mismo que en la época primitiva: la muerte o el peligro de muerte de una persona amada, el padre o la madre, el esposo o la esposa, un hermano, un hijo o un amigo querido. Estas personas son para nosotros, por un lado, un patrimonio íntimo, partes de nuestro propio yo; pero también son, por otro lado, parcialmente, extraños o incluso enemigos. Todos nuestros cariños, hasta los más íntimos y tiernos, entrañan, salvo en contadísimas situaciones, un adarme de hostilidad que puede estimular al deseo inconsciente de muerte.

Pero de esta ambivalencia no nacen ya, como en tiempos remotos, el animismo y la ética, sino la neurosis, la cual nos permite también adentrarnos muy hondamente en la vida psíquica normal. Los médicos que practicamos el tratamiento psicoanalítico nos hemos, así, enfrentado muy frecuentemente con el síntoma de una preocupación exacerbada por el bien de los familiares del sujeto, o con autorreproches totalmente infundados, consecutivos a la muerte de una persona amada. El estudio de estos casos no nos ha dejado lugar a dudas en cuanto a la difusión y la importancia de los deseos inconscientes de muerte. Al profano le horroriza la posibilidad de tales sentimientos, y da a esta repugnancia el valor de un motivo legítimo para acoger con incredulidad las afirmaciones del psicoanálisis. A mi juicio, sin fundamento alguno. Nuestra tesis no apunta a rebajar la vida afectiva ni tiene, en modo alguno, consecuencia tal. Tanto nuestra inteligencia como nuestro sentimiento se resisten, desde luego, a acoplar de esta suerte el amor y el odio; pero la Naturaleza, laborando con este par de elementos antitéticos, logra conservar siempre despierto y lozano el amor para asegurarlo contra el odio, al acecho siempre detrás de él. Puede decirse que las más bellas floraciones de nuestra vida amorosa las debemos a la reacción contra los impulsos hostiles que percibimos en nuestro fuero interno.

Sigmund Freud

LA MUERTE SEGÚN FREUD. III

Foto: “Nuestra actitud ante la muerte” de Sigmund Freud (V) Vanitas.

Ante el cadáver de la persona amada nacieron no sólo la teoría del alma, la creencia en la inmortalidad y una poderosa raíz del sentimiento de culpabilidad de los hombres, sino también los primeros mandamientos éticos. El mandamiento primero y principal de la conciencia alboreante fue: «No matarás.» El cual surgió como reacción contra la satisfacción del odio, oculta detrás de la pena por la muerte de las personas amadas, y se extendió paulatinamente al extraño no amado, y, por último, también al enemigo. En este último caso, el «no matarás» no es ya percibido por el hombre civilizado. Cuando la cruenta lucha actual haya llegado a decisión, cada uno de los combatientes victoriosos retornará alegremente a su hogar, al lado de su mujer y de sus hijos, sin que conturbe su ánimo el pensamiento de los enemigos que ha matado peleando cuerpo a cuerpo o con las armas de largo alcance. Es de observar que los pueblos primitivos aún subsistentes, los cuales se hallan desde luego más cerca que nosotros del hombre primitivo, se conducen en este punto muy de otro modo o se han conducido en tanto que no experimentaron la influencia de nuestra civilización. El salvaje -australiano, bosquimano o habitante de la Tierra del Fuego- no es en modo alguno un asesino sin remordimientos. Cuando regresa vencedor de la lucha no le es lícito pisar su poblado, ni acercarse a su mujer, hasta haber rescatado sus homicidios guerreros con penitencias a veces muy largas y penosas. Las razones de esta superstición no son difíciles de puntualizar: el salvaje teme aún la venganza del espíritu del muerto. Pero los espíritus de los enemigos muertos no son más que la expresión de los remordimientos del matador; detrás de esta superstición se oculta una sensibilidad ética que nosotros, los hombres civilizados, hemos perdido.

Aquellas almas piadosas que quisieran sabernos apartados de todo contacto con lo malo y lo grosero deducirán, seguramente, de la temprana aparición y la energía de la prohibición de matar, conclusiones satisfactorias sobre la fuerza de los impulsos éticos innatos en nosotros. Desgraciadamente, este argumento constituye una prueba aún más decisiva en contrario. Una prohibición tan terminante sólo contra un impulso igualmente poderoso puede alzarse. Lo que ningún alma humana desea no hace falta prohibirlo; se excluye automáticamente. Precisamente la acentuación del mandamiento «No matarás» nos ofrece la seguridad de que descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos, que llevaban el placer de matar, como quizá aún nosotros mismos, en la masa de la sangre. Las aspiraciones éticas de los hombres, de cuya fuerza e importancia no hay por qué dudar, son una adquisición de la historia humana y han llegado a ser luego, aunque por desgracia en medida muy variable, propiedad heredada de la Humanidad actual. Dejemos ahora al hombre primitivo y volvámonos hacia lo inconsciente de nuestra propia vida anímica. Con ello entramos de lleno en el terreno de la investigación psicoanalítica, único método que alcanza tales profundidades. Preguntamos: ¿Cómo se conduce nuestro inconsciente ante el problema de la muerte? La respuesta ha de ser: Casi exactamente lo mismo que el hombre primitivo.

En este aspecto, como en muchos otros, el hombre prehistórico pervive inmutable en nuestro inconsciente. Así, pues, nuestro inconsciente no cree en la propia muerte, se conduce como si fuera inmortal. Lo que llamamos nuestro inconsciente -los estratos más profundos de nuestra alma, constituidos por impulsos instintivos- no conoce, en general, nada negativo, ninguna negación- las contradicciones se funden en él- y, por tanto, no conoce tampoco la muerte propia, a la que solo podemos dar un contenido negativo. En consecuencia, nada instintivo favorece en nosotros la creencia en la muerte. Quizá sea éste el secreto del heroísmo. El fundamento racional del heroísmo reposa en el juicio de que la vida propia no puede ser tan valiosa como ciertos bienes abstractos y generales. Pero, a mi entender, lo que más frecuentemente sucede es que el heroísmo instintivo e impulsivo prescinde de tal motivación y menosprecia el peligro diciéndose sencillamente: «No puede pasarme nada.» como en la comedia de Anzengruber ‘Sleinklopfehans’. O en todo caso, la motivación indicada sirve tan sólo para desvanecer las preocupaciones que podrían inhibir la reacción heroica correspondiente a lo inconsciente. El miedo a la muerte, que nos domina más frecuentemente de lo que advertimos, es, en cambio, algo secundario, procedente casi siempre del sentimiento de culpabilidad.

Por otro lado, aceptamos la muerte cuando se trata de un extraño o un enemigo, y los destinamos a ella tan gustosos y tan sin escrúpulos como el hombre primordial. En este punto aparece, sin embargo, una diferencia que habremos de considerar decisiva en la realidad. Nuestro inconsciente no llega al asesinato, se limita a pensarlo y desearlo. Pero sería equivocado rebajar con exceso esta realidad psíquica, por comparación con la realidad del hecho. Es, en efecto, harto importante y trae consigo graves consecuencias. Nuestros impulsos instintivos suprimen constantemente a todos aquellos que estorban nuestro camino, nos han ofendido o nos han perjudicado. La exclamación «¡Así se lo lleve el diablo!», que tantas veces acude a nuestros labios como una broma con la que encubrimos nuestro mal humor, y que, en realidad, quiere decir «¡Así se lo lleve la muerte!», es, en nuestro inconsciente, un serio y violento deseo de muerte. Nuestro inconsciente asesina, en efecto, incluso por pequeñeces. Como la antigua ley draconiana de Atenas, no conoce, para toda clase de delitos, más pena que la de muerte, y ello con una cierta lógica, ya que todo daño inferido a nuestro omnipotente y despótico yo es, en el fondo, un crimen lse-majesté.

Sigmund Freud

“Nuestra actitud ante la muerte” de Sigmund Freud (III) Vanitas.

Ante el cadáver de la persona amada nacieron no sólo la teoría del alma, la creencia en la inmortalidad y una poderosa raíz del sentimiento de culpabilidad de los hombres, sino también los primeros mandamientos éticos. El mandamiento primero y principal de la conciencia alboreante fue: «No matarás.» El cual surgió como reacción contra
la satisfacción del odio, oculta detrás de la pena por la muerte de las personas amadas, y se extendió paulatinamente al extraño no amado, y, por último, también al enemigo. En este último caso, el «no matarás» no es ya percibido por el hombre civilizado. Cuando la cruenta lucha actual haya llegado a decisión, cada uno de los combatientes victoriosos retornará alegremente a su hogar, al lado de su mujer y de sus hijos, sin que conturbe su ánimo el pensamiento de los enemigos que ha matado peleando cuerpo a cuerpo o con las armas de largo alcance. Es de observar que los pueblos primitivos aún subsistentes, los cuales se hallan desde luego más cerca que nosotros del hombre primitivo, se conducen en este punto muy de otro modo o se han conducido en tanto que no experimentaron la influencia de nuestra civilización. El salvaje -australiano, bosquimano o habitante de la Tierra del Fuego- no es en modo alguno un asesino sin remordimientos. Cuando regresa vencedor de la lucha no le es lícito pisar su poblado, ni acercarse a su mujer, hasta haber rescatado sus homicidios guerreros con penitencias a veces muy largas y penosas. Las razones de esta superstición no son difíciles de puntualizar: el salvaje teme aún la venganza del espíritu del muerto. Pero los espíritus de los enemigos muertos no son más que la expresión de los remordimientos del matador; detrás de esta superstición se oculta una sensibilidad ética que nosotros, los hombres civilizados, hemos perdido.

Aquellas almas piadosas que quisieran sabernos apartados de todo contacto con lo malo y lo grosero deducirán, seguramente, de la temprana aparición y la energía de la prohibición de matar, conclusiones satisfactorias sobre la fuerza de los impulsos éticos innatos en nosotros. Desgraciadamente, este argumento constituye una prueba aún más decisiva en contrario. Una prohibición tan terminante sólo contra un impulso igualmente poderoso puede alzarse. Lo que ningún alma humana desea no hace falta prohibirlo; se excluye automáticamente. Precisamente la acentuación del mandamiento «No matarás» nos ofrece la seguridad de que descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos, que llevaban el placer de matar, como quizá aún nosotros mismos, en la masa de la sangre. Las aspiraciones éticas de los hombres, de cuya fuerza e importancia no hay por qué dudar, son una adquisición de la historia humana y han llegado a ser luego, aunque por desgracia en medida muy variable, propiedad heredada de la Humanidad actual. Dejemos ahora al hombre primitivo y volvámonos hacia lo inconsciente de nuestra propia vida anímica. Con ello entramos de lleno en el terreno de la investigación psicoanalítica, único método que alcanza tales profundidades. Preguntamos: ¿Cómo se conduce nuestro inconsciente ante el problema de la muerte? La respuesta ha de ser: Casi exactamente lo mismo que el hombre primitivo.

En este aspecto, como en muchos otros, el hombre prehistórico pervive inmutable en nuestro inconsciente. Así, pues, nuestro inconsciente no cree en la propia muerte, se conduce como si fuera inmortal. Lo que llamamos nuestro inconsciente -los estratos más profundos de nuestra alma, constituidos por impulsos instintivos- no conoce, en general, nada negativo, ninguna negación- las contradicciones se funden en él- y, por tanto, no conoce tampoco la muerte propia, a la que solo podemos dar un contenido negativo. En consecuencia, nada instintivo favorece en nosotros la creencia en la muerte. Quizá sea éste el secreto del heroísmo. El fundamento racional del heroísmo reposa en el juicio de que la vida propia no puede ser tan valiosa como ciertos bienes abstractos y generales. Pero, a mi entender, lo que más frecuentemente sucede es que el heroísmo instintivo e impulsivo prescinde de tal motivación y menosprecia el peligro diciéndose sencillamente: «No puede pasarme nada.» como en la comedia de Anzengruber ‘Sleinklopfehans’. O en todo caso, la motivación indicada sirve tan sólo para desvanecer las preocupaciones que podrían inhibir la reacción heroica correspondiente a lo inconsciente. El miedo a la muerte, que nos domina más frecuentemente de lo que advertimos, es, en cambio, algo secundario, procedente casi siempre del sentimiento de culpabilidad.

Por otro lado, aceptamos la muerte cuando se trata de un extraño o un enemigo, y los destinamos a ella tan gustosos y tan sin escrúpulos como el hombre primordial. En este punto aparece, sin embargo, una diferencia que habremos de considerar decisiva en la realidad. Nuestro inconsciente no llega al asesinato, se limita a pensarlo y desearlo. Pero sería equivocado rebajar con exceso esta realidad psíquica, por comparación con la realidad del hecho. Es, en efecto, harto importante y trae consigo graves consecuencias. Nuestros impulsos instintivos suprimen constantemente a todos aquellos que estorban nuestro camino, nos han ofendido o nos han perjudicado. La exclamación «¡Así se lo lleve el diablo!», que tantas veces acude a nuestros labios como una broma con la que encubrimos nuestro mal humor, y que, en realidad, quiere decir «¡Así se lo lleve la muerte!», es, en nuestro inconsciente, un serio y violento deseo de muerte. Nuestro inconsciente asesina, en efecto, incluso por pequeñeces. Como la antigua ley draconiana de Atenas, no conoce, para toda clase de delitos, más pena que la de muerte, y ello con una cierta lógica, ya que todo daño inferido a nuestro omnipotente y despótico yo es, en el fondo, un crimen lse-majesté.

Sigmund Freud

LA MUERTE SEGÚN FREUD. II



“Nuestra actitud ante la muerte” de Sigmund Freud (II).Vanitas
La muerte propia era, seguramente, para el hombre primordial, tan inimaginable e inverosímil como todavía hoy para cualquiera de nosotros. Pero a él se le planteaba un caso en el que convergían y chocaban las dos actitudes contradictorias ante la muerte, y este caso adquirió gran importancia y fue muy rico en lejanas consecuencias. Su
cedió cuando el hombre primordial vio morir a alguno de sus familiares, su mujer, su hijo o su amigo, a los que amaba, seguramente como nosotros a los nuestros, pues el amor no puede ser mucho más joven que el impulso asesino. Hizo entonces, en su dolor, la experiencia de que también él mismo podía morir, y todo su ser se rebeló contra ello; cada uno de aquellos seres amados era, en efecto, un trozo de su propio y amado yo. Mas, por otro lado, tal muerte le era, sin embargo, grata, pues cada una de las personas amadas integraban también algo ajeno y extraño a él. La ley de la ambivalencia de los sentimientos, que aún domina hoy en día nuestras relaciones sentimentales con las personas que nos son amadas, regía más ampliamente en los tiempos primitivos. Y así, aquellos muertos amados eran, sin embargo, también extraños y enemigos que habían despertado en él sentimientos enemigos.

Los filósofos han afirmado que el enigma intelectual que la imagen de la muerte planteaba al hombre primordial hubo de forzarle a reflexionar, y fue así el punto de partida de toda reflexión. A mi juicio, los filósofos piensan en este punto demasiado filosóficamente, no toman suficientemente en consideración los motivos primariamente eficientes. Habremos, pues, de limitar y corregir tal afirmación. Ante el cadáver del enemigo vencido, el hombre primordial debió de saborear su triunfo, sin encontrar estímulo alguno a meditar sobre el enigma de la vida y la muerte. Lo que dio su primer impulso a la investigación humana no fue el enigma intelectual, ni tampoco cualquier muerte, sino el conflicto sentimental emergente a la muerte de seres amados, y, sin embargo, también extraños y odiados. De este conflicto sentimental fue del que nació la Psicología. El hombre no podía ya mantener alejada de sí la muerte, puesto que la había experimentado en el dolor por sus muertos; pero no quería tampoco reconocerla, ya que le era imposible imaginarse muerto. Llegó, pues, a una transacción: admitió la muerte también para sí, pero le negó la significación de su aniquilamiento de la vida, cosa para la cual le habían faltado motivos a la muerte del enemigo. Ante el cadáver de la persona amada, el hombre primordial inventó los espíritus, y su sentimiento de culpabilidad por la satisfacción que se mezclaba a su duelo hizo que estos espíritus primigenios fueran perversos demonios, a los cuales había que temer. Las transformaciones que la muerte acarrea le sugirieron la disociación del individuo en un cuerpo y una o varias almas, y de este modo su ruta mental siguió una trayectoria paralela al proceso de desintegración que la muerte inicia. El recuerdo perdurable de los muertos fue la base de la suposición de otras existencias y dio al hombre la idea de una supervivencia después de la aparente muerte.

Estas existencias posteriores fueron sólo al principio pálidos apéndices de aquella que la muerte cerraba; fueron existencias espectrales, vacías y escasamente estimadas hasta épocas muy posteriores. Recordemos lo que el alma de Aquiles responde a Ulises:

«Preferiría labrar la tierra como jornalero, ser un hombre necesitado, sin patrimonio ni bienestar propio, a reinar sobre la muchedumbre desesperanzada de los muertos.» (Odisea, XI, 484-491.)

O en la vigorosa versión, amargamente parodística, de Enrique Heine:

«El más insignificante filisteo vivo -de Stuckert junto al Neckar- es mucho más feliz que yo, el pélida, el héroe muerto, el príncipe de las sombras del Averno.»

Sólo más tarde consiguieron las religiones presentar esta existencia póstuma como la más valiosa y completa, y rebajar la vida terrenal a la categoría de una mera preparación. Y, consecuentemente, se prolongó también la vida en el pretérito, inventándose las existencias anteriores, la transmigración de las almas y la reencarnación, todo ello con la intención de despojar a la muerte de su significación de término de la existencia. Tan tempranamente empezó ya la negación de la muerte, negación a la cual hemos calificado de actitud convencional y cultural.

Sigmund Freud

LA MUERTE SEGÚN FREUD. I



“Nuestra actitud ante la muerte” de Sigmund Freud (I) Vanitas.
Es evidente que la guerra tiene que aventar esta consideración convencional de la muerte.
La muerte no se deja ya negar; tenemos que creer en ella. Los hombres mueren de verdad, 
no ya aisladamente sino muchos, decenas de millares, y a veces, en un día. Y no es ya tampoco una casualidad. Desde luego, parece todavía casual que una bala hiera al uno o al otro; pero la acumulación pone un término a la impresión de casualidad. La vida se ha hecho de nuevo interesante; ha recibido de nuevo su pleno contenido. En este punto habríamos de establecer una división en dos grupos, separando a aquellos que dan su vida en el combate de aquellos otros que han permanecido en casa y sólo sufren el temor de perder a algún ser querido, por herida, enfermedad o infección. Sería, ciertamente, muy interesante estudiar las transformaciones que se cumplen en la psicología de los combatientes, pero los datos que sobre ello poseo son muy escasos. Habré, pues, de limitarme al segundo grupo, al que yo mismo pertenezco. Ya he dicho que a mi juicio nuestra desorientación actual y la parálisis de nuestra capacidad funcional tiene su origen en la imposibilidad de mantener la actitud que veníamos observando ante la muerte, sin que hasta ahora hayamos encontrado otra nueva. Quizá podamos lograrlo orientando nuestra investigación psicológica hacia otras dos actitudes ante la muerte: hacia aquella que podemos atribuir al hombre primordial, al hombre de la Prehistoria, y hacia aquella otra que se ha conservado en todos nosotros, pero escondida e invisible para nuestra conciencia, en estratos profundos de nuestra vida anímica.

Desde luego, nuestro conocimiento de la actitud del hombre prehistórico ante la muerte se deriva tan sólo de inducciones e hipótesis; pero, a mi juicio, tales medios nos procuran datos suficientemente seguros. Tal actitud fue harto singular. Nada unitaria, más bien plagada de contradicciones. Por un lado, el hombre primordial tomó en serio la muerte, la reconoció como supresión de la vida y se sirvió de ella en este sentido; mas por otro, hubo de negarla y la redujo a la nada. Esta contradicción se hizo posible por cuanto el hombre primordial adoptó ante la muerte de los demás, el extraño o el enemigo, una actitud radicalmente distinta de la que adoptó ante la suya propia.

La muerte de los demás le era grata; suponía el aniquilamiento de algo odiado, y el hombre primordial no tenía reparo alguno en provocarla. Era, de cierto, un ser extraordinariamente apasionado, más cruel y más perverso que otros animales. Se complacía en matar, considerándolo como cosa natural. No tenemos por qué atribuirle el instinto que impide a otros animales matar a seres de su misma especie y devorarlos.

En la historia primordial de la Humanidad domina, en efecto, la muerte violenta. Todavía hoy, la Historia Universal que nuestros hijos estudian no es en lo esencial, más que una serie de asesinatos de pueblos. El oscuro sentimiento de culpabilidad que pesa sobre la Humanidad desde los tiempos primitivos, y que en algunas religiones se ha condensado en la hipótesis de una culpa primaria, de un pecado original, no es probablemente más que la manifestación de una culpa de sangre que el hombre primordial echó sobre sí. 

En mi libro Tótem y tabú, siguiendo las indicaciones de W. Robertson Smith, Atkinson y Darwin, he intentado inferir la naturaleza de esta culpa primaria y opino que todavía la doctrina cristiana actual nos hace posible inducirla. Si el Hijo de Dios tuvo que sacrificar su vida para redimir a la Humanidad del pecado original, este pecado tuvo que ser, según la ley del Talión, una muerte, un asesinato. Sólo esto podía exigir como penitencia el sacrificio de una vida. 
Y si el pecado original fue una culpa contra Dios Padre, el crimen más antiguo de la Humanidad tuvo que ser un parricidio, la muerte del padre primordial de la primitiva horda humana, cuya imagen anémica fue transfigurada en divinidad.

Sigmund Freud


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